La Gran Vía (I)
Por la Gran Vía, siempre es una sorpresa pasear. Puedes ver innumerables cosas diferentes de un paseo a otro. Tan clásica, pero tan cambiante. Y a pesar de no ser una de las calles más antiguas de Madrid, lo cierto es que ha conseguido una identidad propia. Cosmopolita y algo decadente. Sin una personalidad propia, es un intento de calle de alto copete pero con mucho falsete en su interior.
Tuvo un parto muy difícil, ya que para nacer, tuvo que hacer desaparecer varios barrios. El parto fue largo, muy largo. Nos quejamos de las obras actuales, pero ahora sabemos que todas quedan acabadas antes de las elecciones, entonces, duraban décadas. También tuvo una adolescencia complicada, que como el acné en los jóvenes, llenó de cráteres su piel por los proyectiles que recibía desde el cerro de Garabitas en la Casa de Campo durante la Guerra Civil. Maduró muy dignamente convirtiéndose en una elegante calle, superando todos sus complejos de infancia y juventud y llegó a codearse con lo más elegante de la sociedad de su época. Aunque es cierto que en su periodo de madurez, camuflaron su nombre por otro de infausto recuerdo. En la actualidad, aunque mantiene una actividad frenética, envejece sin el justo reconocimiento de su época dorada. Van apagándose todas sus luces, va perdiendo su maquillaje, pero ahí sigue, manteniendo su altiva compostura, sabiendo la importancia que tiene y haciéndose imprescindible como arteria de suma importancia para la ciudad.
Se resiste a decaer, pese a que los intereses comerciales quieran cambiar su intimidad. A pesar de todo, debe ser una de las calles más concurridas de Madrid. Y aunque la llaman “calle” en vez de avenida, mantiene esa grandeza de su nombre y da para escribir mil y una historias sobre ella.
Como sucede la serie que he iniciado sobre el Metro de Madrid, la Gran Vía, da para iniciar otra serie que irá completándose poco a poco. Permanezcan atentos a su receptor.
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